Nong qua, nong qua (“demasiado caliente”, en vietnamita).
Eso era lo único que gritaba aquel mediodía del 8 de junio de 1972 mientras corría aterrada por la carretera que une Saigón y Phnom Penh, en las afueras de mi pueblo Trang Bang. Sentía sobre mi cuerpo el dolor insoportable de un fuego que corría por debajo de mi piel. ¡Nunca había sentido un dolor tan grande!
Mi nombre, Phan Thi Kim Phuc, significa “felicidad dorada” y así trascurrieron los primeros nueve años de mi vida. Cuando volvía de la escuela, entraba en mi casa, grande y preciosa, y me sentía como una princesa que ingresaba a su palacio. No nos faltaba nada. Mi madre era dueña de un restaurante y mi hermana era maestra. Viví una felicidad dorada hasta que de repente, una mañana como cualquier otra, llegó la guerra y se lo llevó todo.
Recuerdo que mi familia y yo nos refugiamos en la pagoda. El templo budista era considerado sagrado por los soldados de cualquier nación, por lo que allí estaríamos a salvo. Sin embargo los soldados sur vietnamitas vieron el humo amarillo que lanzaban los aviones para indicar un blanco al bombardero. “¡Corran, salgan! –nos gritaron-. ¡Primero los niños!”, y eso fue lo que hicimos. Apenas habíamos salido del templo, alcé la vista y vi el vuelo rasante de un avión y las cuatro bombas incendiarias que descendían lentamente. Nos seguían gritando que corriéramos sin detenernos. De pronto, las explosiones. Entonces llegó el fuego abrasador de aquella gasolina gelatinosa que es el napalm. Solo veía fuego por todos lados. Mi ropa comenzó a arder y hasta vi fuego sobre mi brazo izquierdo que sacudí de un golpe con la otra mano.
Corrí y corrí. Gracias a Dios mis pies no se habían quemado. Corrimos por la carretera, en línea recta, con mis hermanos y mis primos. Íbamos en silencio. Solo sentía un ardor muy fuerte en todo el cuerpo porque el napalm se mete por debajo de la piel y quema a más de 1000 °C (una temperatura 10 veces más elevada que la del agua hirviendo). Seguía corriendo bajo un estado de conmoción emocional. El dolor era indescriptible, terrible, lo peor que uno pudiera imaginar.
En medio de la carretera estaban Huynh Cong Nick Ut, fotógrafo de Associated Press, y Chris Wain, periodista inglés, ambos acompañaban a una unidad de infantería que patrullaba las afueras de mi aldea. Allí el “tío Ut”, como lo llamé después, tomó aquella tristemente célebre fotografía que mas tarde ganaría un premio Pulitzer y sería considerada la foto emblema de la guerra de Vietnam. Esa foto abrió los ojos al mundo de lo que estaba sucediendo en mi país. Aquel día murieron dos de mis primos que pueden verse, en la filmación: uno de nueve meses y otro de tres años.
Yo soy aquella niña sin ropas que ahoga un grito y corre con los brazos extendidos. Inmediatamente después de la toma, me ofrecieron agua de una cantimplora y echaron el resto del líquido sobre mi cuello y espalda, ardido y ennegrecido por efecto del napalm. Lo que intentó ser un alivio, resultó peor; porque eso incrementó el efecto de la gasolina y el dolor se agudizó. Entonces me desmayé.
El “tío Ut” me trasladó de urgencia al hospital donde me aplicaron las primeras curaciones. Los enfermeros decían que, con quemaduras de tercer grado en el 65% de mi cuerpo, moriría aquel mismo día o al siguiente. Nadie esperaba que sobreviviera. Ante la insuficiencia de recursos de aquel nosocomio, Chris, indignado, decidió trasladarme al Hospital Barsky en Saigón (especializado en cirugía plástica de niños) donde permanecí hospitalizada durante catorce meses. Me desmayaba cada vez que las enfermeras me metían en la tina para cortar la piel muerta y así evitar las infecciones. Sin embargo, no morí. Dentro de mí había una niña pequeña pero fuerte que quería vivir.
Al cabo de ese tiempo, habiendo resistido 17 operaciones, fui dada de alta y pude regresar a mi aldea a intentar continuar con mi vida. Pero ya nada sería igual. La recuperación no fue fácil porque mi brazo, mi mano, mi axila y mi cuello se contrajeron. Debía hacer ejercicios cada hora, cada día, y al hacerlo, el dolor era insoportable. Además de los dolores en todo el cuerpo y un lacerante dolor de cabeza, tenía pesadillas frecuentes por el trauma. Sin dinero para medicinas, mi madre compraba trozos de hielo y me los ponía en la cabeza, para calmar mis dolores, mientras que mi padre me aplicaba ungüentos hechos con plantas conocidas por sus propiedades curativas.
Aquellos meses internada había impulsado en mí el deseo de ser médico y ayudar a otros, de manera que ingresé a la facultad de medicina. Sin embargo, un nuevo fuego abrazador pasó por mi vida, ya no por debajo de mi piel, sino por mi mente. El renovado interés por saber que había sido de aquella niña de la fotografía motivo al gobierno a buscarme y usarme como ícono en contra de la guerra. “¡Déjenme estudiar! –Era mi ruego-. Es lo único que deseo.” Aun así, me lo prohibieron. Fue atroz. No llegaba a entender por qué el destino se encarnizaba conmigo. Tenía la impresión de seguir siendo una víctima. A mis 19 años, había perdido toda esperanza y solo deseaba morir. Me arrancaron de mis estudios para hacerme desfilar ante el requerimiento de autoridades y periodistas extranjeros y destruyeron mis registros académicos. El mensaje me llegó con claridad: debía obedecer.
En 1986 me dieron la oportunidad de viajar a Cuba donde intenté proseguir con mis estudios de medicina. Allí aprendí español y conocí a Bui Huy Toan, quien se convertiría en mi esposo. Esto disipó uno de mis temores uno de mis temores de aquel fatídico día de junio: quedar convertida en un monstruo con quien nadie querría casarse. De regreso de la luna de miel, nos exiliamos en Canadá, donde Dios nos bendijo con la llegada de nuestros hijos Thomas y Stephen. Así otro fantasma quedó atrás, ya que también pensaba que jamás concebiría un bebé.
En mi infancia recibí formación religiosa en el cadoísmo (una mezcla de confusionismo, taoísmo y budismo) y luego de tan trágica experiencia me puse a rezar sin parar y al dedicar mucho tiempo a las lecturas religiosas, hasta cuatro veces por día. Sin embargo, nada ni nadie podía aliviar mis sufrimientos ni lograr que volviera a la facultad. La duda me amenazaba: Si Dios existe, ¿Podrá ayudarme? Tanto dolor y tantas pesadillas fueron generando en mí una carga de odio, de ira y de resentimiento. Me preguntaba: ¿Por qué a mí? Odiaba a todo el mundo, no quería seguir viviendo. Era una continua batalla interna. Nadie puede ser feliz así. Quería que quienes me habían hecho eso sufrieran lo mismo que yo. Quería que pasaran por la experiencia de sentir que se les quema el cuerpo. El odio es parte de la guerra, y yo lo experimenté.
En mi búsqueda constante, comencé a ir a una biblioteca donde tuve acceso a un Nuevo Testamento. El Jesús que descubrí en aquellas páginas era muy distinto al que me habían enseñado. Poco después concurrí a una iglesia y acepté al Señor Jesucristo como mi Salvador personal. Cuando leí por primera vez las palabras de Jesús de que debemos amar a nuestros enemigos, no sabía cómo hacerlo. Soy humana, sufrí mucho, aún sufro intensos dolores y tengo en mi cuerpo las cicatrices, Creí que sería imposible. Tuve que orar mucho, y no fue fácil. Recibí de parte de Dios una imagen de que mi corazón como una taza de café. Y que yo tengo que vaciar cada día ese café negro hasta que mi taza quede vacía. Él entonces con Su gracia, llena de nuevo esa taza con Su amor, Su compasión, Su sabiduría, Su paz y Su gozo. Fue así como vacié mi odio y Dios llenó mi taza con Su perdón, poco a poco, hasta que empezó a embargarme una inmensa paz interior. Esto no ocurrió de la noche a la mañana. No hay nada más difícil que llegar a mar a los enemigos.
Esa profunda transformación interior se pondría a prueba en 1996 durante una ceremonia del día de los veteranos en The Wall, Washington D.C. Cuando subí a la plataforma, nadie notó lo mucho que me costó estar ahí frente a aquel mar de uniformes que me trajeron terribles recuerdos de la guerra. Traté de trasmitir un mensaje de paz, de perdón y de reconciliación. Ignoraba que mi perdón sería probado en ese mismo momento. Dije en aquel entonces que si pudiera hablar cara a cara con el piloto que tiró la bomba, le diría que no podemos cambiar la historia, pero que debemos tratar de hacer algo por el presente y por el futuro para promover la paz. Al finalizar mi discurso, alguien me alcanzó una nota que decía: “Yo soy el hombre que estás buscando”. El capital John Plummer, abrumado por la emoción y llorando como un niño, me confesó que él había coordinado las operaciones sobre mi pueblo en Vietnam aquel fatídico día. Lo mire a los ojos y extendí mis brazos hacia él. Los mismos brazos que había extendido cuando de niña cuando corría por el camino en agonía con mi piel ardiendo. Nos abrazamos, y en medio de las lágrimas él dijo: -Lo siento, lo siento tanto… Y susurré –Está bien. Yo perdono. Yo perdono.
Agradecí a Dios que Su Espíritu Santo hubiera purificado mi corazón y lo hubiera sanado. Por eso pude decirle a aquel hombre que lo perdonaba. Ese fue un momento inolvidable de mi vida. Nos hicimos amigos, nos queremos, oramos el uno por el otro. Creo fue una autentica reconciliación, por la gracia de Dios. Él puede hacer cosas imposibles en nuestra vida.
Hoy, a pesar de los 37 años trascurridos, aún sufro fuertes dolores de cabeza y en todo el cuerpo. Necesito recibir masajes, tratamientos con cremas y fisioterapia. El dolor nunca desaparece. Apenas se aprende a lidiar con él. Muchas veces salgo a caminar o me pongo a cantar para distraer mi mente y no pensar en el dolor.
Ahora le agradezco a Dios que haya cambiado el significado de lo que sucedió y puedo vivir con alegría y paz en mi corazón. Me doy cuenta de que Él tocó mi vida. Por eso pude salir al mundo y ayudar a otras víctimas. Vivo el presente y tengo una familia maravillosa. Aunque no pude concluir mis estudios de medicina, encontré el propósito en mi vida: compartir la importancia de tener una relación con Cristo. Mi foto es un símbolo de guerra, pero mi vida es un símbolo de amor, esperanza y perdón.
He vivido la guerra y sé cuan apreciable es la paz.
He sufrido mi dolor y sé lo que vale el amor cuando uno desea curarse.
He experimentado odio y sé cuál es la fuerza del perdón.
El fuego de las bombas dañaron mi cuerpo, el fuego de las ideologías arrasaron mi mente…, pero el fuego del amor de Dios sanó mi corazón.
“Porque has librado mi alma de la muerte, y mis pies de caída, para que ande delante de Dios en la luz de los que viven.” (Salmo 56:13)
DF